Primera
carta de Hugo Blanco a José María Arguedas
El Frontón,
14 de noviembre de 1969
Taytáy José
María:
Casi me has
hecho llorar, este día, al saber lo que me contó tu esposa. Me dijo: “eso te
envía (“Todas Las Sangres”); escribió mucho en quechua y después, puede tener
vergüenza de mí diciendo, se arrepintió y no puso sino estas escuetas palabras
en castellano”.
Cuando me
dijo eso, yo me dolí mucho; casi lloré:
¿Cómo es
posible, taytáy, que entre nosotros podamos avergonzarnos de cuanto nos podemos
decir en nuestra lengua tan dulce? Cuando nos pedimos ayuda, nunca lo hacemos
con palabras escuetas en nuestra lengua. ¿Acaso alguna vez escuchamos decir: “mañana
has de ayudarme a sembrar, porque yo te ayudé ayer”? ¡Ahj! ¡Qué asco! ¡Qué podría
ser eso! Únicamente los gamonales suelen hablarnos de esa forma. ¿Acaso entre
nosotros, entre nuestra gente, nos hablamos de ese modo? Muy tiernamente nos
decimos: “Señor mío, vengo a pedirte que me valgas; no seas de otro modo; mañana
hemos de sembrar en la quebrada de abajo; ayúdame pues caballerito,
paloma mía, corazón”. Con estas palabras solemos empezar a pedir que nos
ayuden. Y también cuando nos encontramos en los caminos de las punas, aún sin
conocernos, nos saludamos el uno al otro; nos invitamos un trago, nos
alcanzamos algún poco de coca; nos preguntamos hacia dónde vamos; y solemos
charlar un rato.
Y siendo así
¿crees que puede haberme dolido cualquier cosa que hubieras escrito en nuestra
dulce lengua para mí? ¿Acaso mi corazón no se enternece al leer cómo has
traducido al castellano nuestra lengua para que todos la conozcan y alcancen a
saber aunque no sea sino una parte de lo tanto que esa lengua puede expresar? ¿Acaso
cuando yo también traduzco algo de lo que hablamos en nuestra lengua, no me
acuerdo de ti?
“Escribe
como él, diciendo, van a hablar de mí los mistis (repito, únicamente para mí
mismo, cuando intento traducir del quechua); eso lo han de repetir bien; han de
decir la verdad; yo no puedo hablar de otro modo; digo exactamente lo que brota
de mi corazón y de mi boca” diciendo esto, yo pienso.
Yo no puedo
decir qué es lo que penetra en mí cuando te leo, por eso, lo que tú escribes no
lo leo como las cosas comunes, ni tampoco tan constantemente, mi corazón podría
romperse.
Mis punas
empiezan a llegar a mí con todo su silencio, con su dolor que no llora, apretándome
el pecho, apretándolo. O bien cuando me recuerdas las pequeñas quebradas,
empiezo a ver los picaflores, escucho como si los pequeños manantiales
cantaran. ¡Cuántas veces he pensado en ti cuando me he sentido con estos recuerdos!
Cuánta alegría habrías tenido al vernos bajar de todas las punas y entrar al
Cusco, sin agacharnos, sin humillarnos y gritando calle por calle: “¡Que mueran
todos los gamonales! ¡Que vivan los hombres que trabajan!”. Al oír nuestro
grito los “blanquitos” como si hubieran visto fantasmas, se metían en sus
huecos, igual que pericotes. Desde la puerta misma de la Catedral, con un
altoparlante, les hicimos oír todo cuanto hay, la verdad misma, lo que jamás
oyeron en castellano; se lo dijimos en quechua. Se lo hicieron oír los propios
maqt`as, esos que no saben leer, que no saben escribir, pero sí saben luchar y
saben trabajar. Y casi hicieron estallar la Plaza de Armas esos maqt`as
emponchados. Pero ha de volver el día, taytáy, y no solamente como aquél de que
te cuento, sino más grande. Días más grandes llegarán; tú has de verlos. Muy
claramente están anunciados. Aquí nomás concluyo, taytáy, porque si no,
no he de terminar de escribir nunca. He de resentirme si no envías eso
que escribiste para mi. Hasta que nos encontremos, tayta. No te olvides, pues,
de mí.
Hugo
Blanco.
Carta de José María
Arguedas a Hugo Blanco
Hermano
Hugo, querido, corazón de piedra y de paloma:
Quizá habrás
leído mi novela “Los Ríos Profundos”. Recuerda, hermano, el más fuerte,
recuerda. En ese libro no hablo únicamente de cómo lloré lágrimas ardientes;
con más lágrimas y con más arrebato hablo de los pongos, de los colonos de
hacienda, de su escondida e inmensa fuerza, de la rabia que en la semilla de su
corazón arde, fuego que no se apaga. Esos piojosos, diariamente
flagelados, obligados a lamer tierra con sus lenguas, hombres despreciados por
las mismas comunidades, esos, en la novela, invaden la ciudad de Abancay sin
temer a la metralla y a las balas, venciéndolas. Así obligaban al gran
predicador de la ciudad, al cura que los miraba como si fueran pulgas;
venciendo balas, los siervos obligan al cura a que diga misa, a que cante en la
iglesia: le imponen a la fuerza. En la novela imaginé esta invasión con un
presentimiento: los hombres que estudian los tiempos que vendrán, los que
entienden de luchas sociales y de la política, los que comprendan lo que
significa esta sublevación de la toma de la ciudad que he imaginado. ¡Cómo, con
cuánto más hirviente sangre se alzarían estos hombres si no persiguieran únicamente
la muerte de la madre de la peste, del tifus, sino la de los gamonales, el día
que alcancen a vencer el miedo, el horror que les tienen! “¿Quién ha de
conseguir que venzan este terror en siglos formando y alimentado,
quién? ¿En algún lugar del mundo está ese hombre que los ilumine y los salve? ¿Existe
o no existe? ¡Carajo, mierda!”, diciendo, como tú lloraba fuego, esperando, a
solas. Los críticos de literatura, los muy ilustrados, no pudieron descubrir al
principio la atención final de la novela, la que puse en su meollo, en el medio
mismo de su corriente. Felizmente uno, uno solo, lo descubrió y lo proclamó,
muy claramente.
¿Y después
hermano? ¿No fuiste tú, tú mismo quien encabezó a esos “pulguientos” indios de
hacienda, de los pisoteados el más pisoteado hombre de nuestro pueblo; de los
asnos y los perros el más azotado, el escupido con el más sucio escupitajo?
Convirtiendo a esos en el más valeroso de los valientes, ¿no los fortaleciste,
no acercaste su alma? Alzándoles el alma, el alma de piedra y de paloma que tenían,
que estaba aguardando en lo más puro de la semilla del corazón de esos hombres,
¿no tomaste el Cusco como me dices en tu carta, y desde la misma puerta de la
catedral, clamando y apostrofando en quechua, no espantaste a los gamonales, no
hiciste que se escondieran en sus huecos como si fueran pericotes muy enfermos
de las tripas? Hiciste correr a esos hijos y protegidos del antiguo Cristo, del
Cristo de plomo. Hermano, querido hermano, como yo, de rostro algo blanco, del
más intenso corazón indio, lágrima, canto, baile, odio.
Yo hermano,
sólo sé bien llorar lágrimas de fuego; pero con ese fuego he purificado algo la
cabeza y el corazón de Lima, la gran ciudad que negaba, que no conocía bien a
su padre y a su madre; le abrí un poco los ojos, los propios ojos de los
hombres de nuestro pueblo, les limpié un poco para que nos vean mejor. Y en los
pueblos que llaman extranjeros creo que levanté nuestra imagen verdadera, su
valer, su muy valer verdadero, creo que lo levanté en alto y con luz suficiente
para que nos estimen, para que sepan y puedan esperar nuestra compañía y
fuerza; para que no se apiaden de nosotros como del más huérfano de los huérfanos;
para que no sientan vergüenza de nosotros, nadie.
Esas cosas,
hermano a quien esperaron los más escarnecidos de nuestras gentes, esas cosas
hemos hecho; tú lo uno y yo lo otro, hermano Hugo, hombre de hierro que llora
sin lágrimas; tú tan semejante, tan igual a un comunero, lágrima y acero. Yo vi
tu retrato en una librería del barrio latino de París; me erguí de alegría, viéndote
junto a Camilo Cienfuegos y al “Che” Guevara. Oye, voy a confesarte algo en
nombre de nuestra amistad personal recién empezada: oye, hermano, sólo al leer
tu carta sentí, supe que tu corazón era tierno, es flor, tanto como el de un
comunero de Puquio, mis más semejantes. Ayer recibí tu carta: pasé la noche
entera, andando primero, luego inquietándome con la fuerza de la alegría y de
la revelación.
Yo no estoy
bien, no estoy bien; mis fuerzas anochecen. Pero si ahora muero, moriré más
tranquilo. Ese hermoso día que vendrá y del que hablas, aquél en que nuestros
pueblos volverán a nacer, viene, lo siento, siento en la niña de mis ojos su
aurora, en esa luz está cayendo gota por gota tu dolor ardiente, gota por gota
sin acabarse jamás. Temo que ese amanecer cueste sangre, tanta sangre. Tú sabes
y por eso apostrofas, clamas desde la cárcel, aconsejas, creces. Como en el
corazón de los runas que me cuidaron cuando era niño, que me criaron, hay odio
y fuego en ti contra los gamonales de toda laya; y para los que sufren, para
los que no tienen casa ni tierra, los wakchas, tienes pecho de calandria; y
como el agua de algunos manantiales muy puros, amor que fortalece hasta
regocijar los cielos. Y toda tu sangre había sabido llorar, hermano. Quien no
sabe llorar, y más en nuestros tiempos, no sabe del amor, no lo conoce. Tu
sangre ya está en la mía, como la sangre de don Victo Pusa, de don Felipe
Maywa, Don Victo y Don Felipe me hablan día y noche, sin cesar lloran dentro de
mi alma, me reconvienen en su lengua, con su sabiduría grande, con su llanto
que alcanza distancias que no podemos calcular, que llega más lejos que
la luz del sol. Ellos, oye Hugo, me criaron, amándome mucho, porque viéndome
que era hijo de misti, veían que me trataban con menosprecio, como a indio. En
nombre de ellos, recordándolos en mi propia carne, escribí lo que he escrito,
aprendí todo lo que he aprendido y hecho, venciendo barreras que a veces parecían
increíbles. Conocí el mundo. Y tú también, creo que en nombre de runas
semejantes a ellos dos, sabes ser hermano del que sabe ser hermano, semejante a
tu semejante, el que sabe amar. ¿Hasta cuándo y hasta dónde he de escribirte?
Ya no podrás olvidarme, aunque la muerte me agarre, oye, hombre peruano,
fuerte como nuestras montañas donde la nieve no se derrite, a quien la cárcel
fortalece como a piedra y como a paloma. He aquí que te he escrito, feliz, en
medio de la gran sombra de mis mortales dolencias. A nosotros no nos alcanza la
tristeza de los mistis, de los egoístas; nos llega la tristeza fuerte del
pueblo, del mundo, de quienes conocen y sienten el amanecer. Así la muerte y la
tristeza no son ni morir ni sufrir. ¿No es verdad hermano?
Recibe mi
corazón.
José María.
Segunda carta de Hugo
Blanco a José María Arguedas
El Frontón,
25-11-69
¡Padre mío!
Padre mío José María
Cada vez,
que me hablan de ti hacen llorar a mi corazón, con una u otra cosa. La vez
pasada, porque creíste que criticaría tu actitud y ahora, porque estando
enfermo quieres venir. ¡Padre mío! ¡Cuánto está queriendo encontrarse contigo
mi corazón! ¡Cuánto desean mirar mis ojos a mi gran padre! Encontrarme contigo,
padre mío, ¡qué sería! Desde mucho antes sabía que éramos un solo corazón, no
solamente leyendo “Los Ríos Profundos”, sino que, leyendo cualquier cosa
que escribes, mirando cualquier cosa que haces, se trasluce tu ser indio. ¿Iba
a esperar yo a escuchar lo que dijeran los críticos? Que hablen lo que quieran
esos mistis; mi corazón está mirando al tuyo en lo que escribe, allí apareces
como en agua clara. Por eso, padre, encontrarme contigo ¡qué sería! Ni en todo
el año terminaríamos de relatarnos. Y eso no se puede en la visita. No dura ni
dos horas. No alcanza para conversar nada. Mucha gente trajina, como en los
mercados de nuestros pueblos. Y contigo, padre mío, no podríamos hablar sólo
diez minutos. Nuestro corazón reventaría ¡Habiendo tanto que relatarnos,
habiendo tanto que conversar! Contigo tenemos que hablar calmadamente, como hombres
serios; sentándonos tranquilos, el corazón plácido, hallpando nuestra coquita,
fumando de un solo cigarrillo, perdiendo la vista en los cerros lejanos. Acá no
sería así, padre. Así como no puedo leer comúnmente tus escritos, por esa
miseria así, padre. Así como no puedo leer comúnmente. A pesar de eso, te haré
llamar un día, padre; cuando haya algo de calma; por lo menos para contemplar
tu venerado rostro, por lo menos para apretar tu corazón al mío. Mientras
llegue ese día, así te escribiré cada vez, volcando mi corazón al tuyo. Como si
en la era del trigo, dentro del aliento del rastrojo, mirando las estrellas,
nos estuviéramos relatando lo que hemos vivido, lo que pensamos; así igual va a
ser padre, no te apenes, no llores. Cuán lejos estemos, somos el mismo corazón.
Conozco
bien tu corazón, padre, aún antes de que me escribieras. Como te digo, al igual
que en agua cristalina se ve tu corazón a través de tus escritos. No sé qué verán
los mistis en ellos; y para que les digan “Ese es buen crítico” hablan una u
otra cosas. Es imposible que ellos vean tu corazón aunque se los estés
mostrando. El misti es misti, padre. En cuanto a ser buenas personas, algunas
son realmente buenas personas, no les estoy insultando. Pero tu corazón, sólo
tus congéneres indios lo vemos bien. Los mistis, aún siendo buenas personas,
para eso, son ciegos que miran. Ellos no sollozan temblorosos con nosotros al
leer tus escritos. Imposible, padre, el misti es misti.
Padre mío,
algo tenía que decirte; quizá cuando hablé de los poetas habrás dicho: “¡Inclusive
a nosotros se está refiriendo este cholo!” No, padre, de ninguna manera. ¿Acaso
en tu novela “Los Ríos Profundos” no relatas en forma encantadora lo de nuestra
madre chichera? ¿Acaso leyendo esas cosas no llegué a llorar en silencio en mi
rincón de la cárcel de Arequipa? ¿Y así iba a decir de ti “No habla de la lucha
del hombre común”? Y no sólo eso, padre. A ti, ya estando en la cárcel de
Arequipa, te conocí bien. Y al conocerte dije: “¡Ya está carajo, ahora el mismo
indio está hablando!” Así te miré. Pero desde antes, desde mi infancia respeté
a los señores mistis cuando escribían a favor del indio. Por eso, aunque son
mistis, mucho respeto a esos señores: Clorinda Matto, Ciro Alegría, Jorge
Icaza, Enrique López Albújar. Esos señores pusieron la semilla en mi corazón
cuando sólo era un muchacho, ellos también ayudaron para que mi sangre
hirviera, me hicieron ver lo que no veía. Además, por eso respeto a mi hermano,
él me hizo conocer lo que escribieron esos señores; él mismo escribió un poco
en su juventud.
Por esa experiencia
mía, te digo padre: lo que escribes no es sólo para mostrar a los no-indios de
todas las naciones, que nosotros somos gentes; no es sólo eso, padre. Ablanda
el corazón de nuestro propio pueblo, lo despierta. Claro que tú todavía no ves
a dónde llega la semilla que derramas. Quién sabe en qué jóvenes corazones se
está regando hermosamente esta semilla. Así como Ciro Alegría, Icaza, no
supieron que en mi corazón yo regaba su semilla. Ellos, siendo mistis,
sembraron bien para que madure así en lucha ¿Y así no iba a madurar en forma
preciosa lo que como indio siembras?
Para que
veas que tengo la raíz del propio hombre, la raíz brotaba de nuestra propia
tierra, te envío este relato que hago de mi padre Lorenzo. Eso no es cuento,
padre; ahí estoy relatando lo realmente sucedido, también los nombres son
verdaderos.
Desde hace
tiempo quería relatar acerca de ese gran hombre, para que todos vieran la
fuerza de nuestra raíz india. Sólo tiempo me faltaba para hacer eso. Pero
ahora, al enterarme que estás enfermo, dije: “De una vez lo haré, para enviarlo
a mi padre José María; para que por lo menos con eso se alegre en su
enfermedad, para que se alegre con nuestra triste alegría.” Diciendo esto,
padre lo hice rápido, y ahora te lo estoy enviando con todo mi corazón.
Hasta otro
día padre, sangre de mi sangre, pena de mi pena, alegría de mi alegría.
Si sólo
fuese por mí, jamás acabaría esta carta, cuando tantas cosas tengo que decirte.
Hasta otro
día padre:
Hugo Blanco
Así surgió
Hugo Blanco
Desde que
conocí los escritos de José María Arguedas, me uní afectivamente a él.
Su compañera
Sibila visitaba a Antonio Meza, un campesino, combatiente armado del Movimiento
de Izquierda Revolucionario (MIR), del centro del país, preso en Lima. Cuando
le trasladaron a la isla prisión El Frontón, donde yo me encontraba, continuó
visitándole. En El Frontón había compañeros que no tenían visitas, por lo
tanto habíamos decidido socializarlas; así nos conocimos con Sibila.
José María
pensaba que yo era un importante dirigente de izquierda, con toda la
autosuficiencia que conlleva la palabra “importante”. Sibila le dijo que no era
así, que yo era una persona común y corriente. JM decidió obsequiarme su novela
“Todas las Sangres” y como dedicatoria le puso algunas palabras en castellano.
Sibila me dijo que pensaba poner algo en quechua, pero se contuvo.
Ese fue el
motivo que me llevó a escribirle en quechua, él se emocionó y me respondió,
también en quechua. Por intermedio de Sibila me pidió permiso para traducir
ambas cartas y publicarlas, le respondí que, aunque al escribirla no pensé en
eso, sino en volcar lo que había en mi pecho, no tenía ningún inconveniente en
hacerlo público. Así mismo me pidió permiso para visitarme, yo consideré como
le digo en la segunda carta, que una fugaz visita en El Frontón no sería
satisfactoria para el gran cariño que le tenía. Sibila se lo dijo. Comprenderán
cuánto me pesa esa respuesta mía, recibió mi segunda carta y dijo “la leeré el
lunes”, se mató el viernes. Sibila me pidió que tradujera esa segunda carta.
Como verán, las palabras “tayta” y “taytày”
yo las traduzco por “padre” y “padre mío”, él se niega a traducirlas porque
considera que al hacerlo no reflejan el profundo sentido que tienen en nuestro
idioma; “misti” es el no indio, incluyendo al mestizo que se cree blanco. “maqt’as”
somos los llamados “indios” con pluralización castellana; “hallpando” viene del
verbo quechua “hallpay” que significa “coquear”, que no es precisamente “masticar”,
acá tiene el gerundio castellano. En la segunda carta aludo a una que mandé “A
los revolucionarios poetas, a los poetas revolucionarios”, que dí a la compañera
Rosa Alarco y ella la envió a una revista en el Perú y también la publicó el
periódico “Marcha” de Uruguay, dirigido por Eduardo Galeano. Naturalmente que
estoy de acuerdo que si un poeta quiere cantar a la rosa, lo haga. Pero lo que
me extrañaba era que los poetas “revolucionarios” cantaran a “la revolución”
en abstracto, o a los grandes dirigentes revolucionarios mundiales y no se
fijaran en la lucha cotidiana de mi pueblo, que día a día forjaba bellos poemas
que no encontraban poeta; por eso pedía con desesperación que Vallejo
resucitara, pues él cantaba a gente anónima como Pedro Rojas, o Ramón Collar,
cantaba a “Málaga sin padre ni madre”, al “padre polvo” de los escombros de
Durango. Los “heraldos verdes” mencionados en el cuento, son una paráfrasis de “los
heraldos negros que nos manda la muerte” de César Vallejo.